| DISPARATES ECOLÓGICOS
Pero, quizá, más terminante que especular con el futuro sea analizar nuestro presente, esto es, los problemas que ya son problemas, es decir, que ya están aquí, cuales son la pesca marina y el papel. En este punto, es justo situar, junto a la irresponsable voracidad del consumo, el contumaz envenenamiento del medio de que luego me ocuparé. La Humanidad se resiste a embridar la técnica por la biología y así asistimos, frecuentemente, a auténticos disparates ecológicos, provocados por desconocimiento e imprevisión. La presa de Assuam, en Egipto, es un ejemplo ya tópico.
De niños nos enseñaron que el limo que depositaban las avenidas primaverales en el valle del Nilo fertilizaba los campos, pero ignorábamos que, al mismo tiempo, fertilizaba las aguas del mar, en su estuario, hasta el punto de convertirlo en un sector privilegiado para la pesca de la sardina. Durante siglos, las sustancias nutricias que arrastraban las aguas hasta la desembocadura permitieron capturas espectaculares, de hasta quince y veinte mil toneladas anuales de pescado. Hoy, tras la pérdida de nutrientes provocada por la represa del agua, apenas se consiguen quinientas toneladas, o, lo que es lo mismo, el suculento banco de peces ha desaparecido. A estas torpezas, podemos añadir la rapacidad con que venimos actuando en medios que exigen, para pervivir, un tacto y una meticulosa reposición. Observemos lo que está sucediendo hoy, ahora mismo, en el famoso banco pesquero del Sahara. La riqueza y variedad de este retazo de mar, de más de doscientos mil kilómetros cuadrados de extensión, ha atraído cerca de cuatro mil embarcaciones de cien banderas distintas. El problema, salvo las dimensiones y el medio, es el mismo que el de la perdiz roja en Castilla la Vieja. Ni la perdiz castellana ni el besugo del banco sahariano pueden soportar esta presión. Así, las capturas en el mar del Sahara, según datos de Ángel Luis de la Calle, superan, el último año, el millón y cuarto de toneladas, cifra abultada que monta, con mucho, cualquier aspiración de rentabilidad razonable. Es manifiesto, pues, empleando un viejo y gráfico dicho, que estamos comiendo de lo vivo. A estas alturas, algunas especies —brecas, besugos— se han extinguido y otras muchas se encuentran en franca regresión. Para atajar este expolio insensato, únicamente cabe una ordenación internacional de la pesca, pero, ¿con qué autoridad contamos para este fin? Nuestros oceanógrafos consideran que la pesca mundial, no sólo en el banco del Sahara sino en todos los mares, ha desbordado con mucho la línea de recuperación o, como dice Lester Brown, dramáticamente, los «límites soportables».
Problema semejante es el del papel-prensa, tal vez el símbolo más expresivo de nuestra cultura. No hay papel. El papel se acaba. En estos días, los rotativos más importantes del globo reducen drásticamente el número de páginas. Las fábricas, empero, trabajan a tope, pero la demanda desborda la producción. Mas la escasez no se resuelve en un día, ya que aun dando por buena una rápida adaptación de ciertas industrias similares a la elaboración de papel-prensa, apenas conseguiremos aumentar la producción actual en un 1%, cantidad manifiestamente inferior al déficit que hoy se acusa.
La cuestión, entonces, no estriba en montar más fábricas, sino en alimentarlas, en plantar más árboles. Emmanuelle de Lesseps nos dice que un periódico de gran tirada se come diariamente seis hectáreas de bosque. Julio Senador, por su parte, advertía a principios de siglo, refiriéndose a Castilla, que cada árbol sacrificado era un nuevo paso hacia la miseria y la tiranía. Tal vez para obviar éstas, los japoneses, gentes de mucho ingenio, han dado en fabricar árboles de plástico para decorar sus campos y carreteras. Pero los árboles de plástico no tienen savia, no prestan cobijo a los pájaros, no facilitan madera, no crecen; en una palabra, no viven. Sin embargo, el árbol de plástico es, al parecer, más elástico que el de madera y reduce, por tanto, la gravedad de los accidentes de automóvil, hecho que indujo al gobierno francés, en 1973, a considerar la oferta nipona para instalarlos en sus autopistas. He aquí un símbolo ostensible del positivismo que, como una niebla pertinaz, nos va envolviendo. El hombre de hoy, antepone a la cultura, en sentido estricto, el goce material y, sobre todo, la seguridad. Pero si aceptamos como bueno el aserto de Senador, convendremos que nuestro mundo camina a marchas forzadas hacia la miseria y la tiranía. Las manchas forestales, el revestimiento vegetal de la Tierra, desaparecen.
La vegetación arbórea es un estorbo. De 1882 a nuestros días más de un tercio de los bosques existentes en el mundo han sido destruidos. Dilatadas extensiones de Indonesia, el Congo y Kazahstan, ayer selvas impenetrables, ofrecen hoy al contemplador su monda desnudez. La Humanidad requiere pistas y cultivos y, ante esta urgencia, elimina aquello —los bosques— que, momentáneamente, no le es necesario para sobrevivir. El Dr. Piquet Carneiro, Presidente de la Fundación para la Conservación de la Naturaleza en el Brasil, ha denunciado a su gobierno que diariamente se derriban allí un millón de árboles con objeto de abrir las autopistas Perimetral Norte y Transamazónica, al norte y sur, respectivamente, del río Amazonas. No es preciso decir que sus voces de alarma contra estos tremendos arboricidios no encuentran eco. El primero vivir y luego filosofar se impone de nuevo. Por otra parte, la afrenta que los países atrasados infligen a la Naturaleza, está justificada. Porque, ¿qué razones morales podrán aducir los países industrializados para vetar el noble afán de los países necesitados para salir de un hambre de siglos?
Nos encontramos, pues, con que el saqueo de la Naturaleza, basado incluso en argumentos éticos, resulta por el momento irremediable. Occidente ha montado su prosperidad sobre el abastecimiento de materias primas de sus colonias y, una vez que éstas consiguen la autonomía, el viejo equilibrio se descompensa y se rompe. De aquí que, más que el gasto de metales y recursos no recuperables, a mí, personalmente y en líneas generales, me alarma el despilfarro de aquellos que pueden recuperarse y, sin embargo, no se recuperan. Gastar lo que no puede reponerse puede obedecer a una exigencia de un estadio de civilización voraz, que a nosotros mismos, sus autores, nos ha sorprendido, pero terminar con aquello que nos es imprescindible y cuyo final pudo preverse, revela un índice de rapacidad y desidia que dicen muy poco en favor de la escala de valores que rige en el mundo contemporáneo.
-------- Miguel Delibes, «Disparates Ecologicos», in El Mundo en la Agonía
Imagen: Miguel Delibes
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