- SOBRE A INDUSTRIA CULTURAL
«La industria cultural defrauda continuamente a sus consumidores respecto de aquello que continuamente les promete. La letra sobre el placer, emitida por la acción y la escenificación, es prorrogada indefinidamente: la promesa en la que consiste, en último término, el espectáculo deja entender maliciosamente que no se llega jamás a la cosa misma, que el huésped debe contentarse con la lectura de la carta de menús.
Al deseo suscitado por los espléndidos nombres e imágenes se le sirve al final sólo el elogio de la rutina cotidiana, de la que aquél deseaba escapar. Tampoco las obras de arte consistían en exihibiciones sexuales. Pero, al representar la privación como algo negativo, revocaban, por así decir, la mortificación del instinto y salvaban —mediatizado— lo que había sido negado. Tal es el secreto de la sublimación estética: representar la plenitud a través de su misma negación. La industria cultural, al contrario, no sublima, reprime.
Al exponer siempre de nuevo el objeto de deseo, el seno en el jersey y el torso desnudo del héroe deportivo, no hace más que excitar el placer preliminar no sublimado que, por el hábito de la privación, ha quedado desde hace tiempo deformado y reducido a placer masoquista. No hay ninguna situación erótica en la que no vaya unida, a la alusión y la excitación, la advertencia precisa de que no se debe jamás y en ningún caso llegar a ese punto. El Hays Office no hace más que confirmar el ritual que la industria cultural ha instituido ya por su cuenta: el de Tántalo. Las obras de arte son ascéticas y sin pudor; la industria cultural es pornográfica y ñoña. Así, ella reduce el amor al romance; y de este modo, reducidas, se dejan pasar muchas cosas, incluso el libertinaje como especialidad corriente, en pequeñas dosis y con la etiqueta de «atrevido».
La producción en serie del sexo opera automaticamente su represión. La estrella de cine de ¡a que uno debería enamorarse es, en su ubicuidad, por principio una copia de sí mismo. Toda voz de tenor suena exactamente como un disco de Caruso, y los rostros de las chicas de Texas se asemejan ya, en su estado natural, a los modelos exitosos según los cuales serían clasificados en Hollywood.
La reproducción mecánica de lo bello, a la que sirve tanto más ineludiblemente la exaltación reaccionaria de la cultura en su sistemática idolatría de la individualidad, no deja ningún lugar a la inconsciente idolatría a cuyo cumplimiento estaba ligado lo bello. El triunfo sobre lo bello es realizado por el humor, por el placer que se experimenta en el mal ajeno, en cada privación que se cumple. Se ríe del hecho de que no hay nada de qué reírse.
La risa, reconciliada o terrible, acompaña siempre al momento en que se desvanece un miedo. Ella anuncia la liberación, ya sea del peligro físico, ya de las redes de la lógica. La risa reconciliada resuena como el eco de haber logrado escapar del poder; la terrible vence el miedo alineándose precisamente con las fuerzas que hay que temer. Es el eco del poder como fuerza ineluctable. La broma es un baño reconfortante. La industria de la diversión lo recomienda continuamente. En ella, la risa se convierte en instrumento de estafa a la felicidad. Los momentos de felicidad no la conocen; sólo las operetas y más tarde el cine presentan el sexo con risotadas. Baudelaire, en cambio, tiene tan poco humor como Hólderlin.
Al deseo suscitado por los espléndidos nombres e imágenes se le sirve al final sólo el elogio de la rutina cotidiana, de la que aquél deseaba escapar. Tampoco las obras de arte consistían en exihibiciones sexuales. Pero, al representar la privación como algo negativo, revocaban, por así decir, la mortificación del instinto y salvaban —mediatizado— lo que había sido negado. Tal es el secreto de la sublimación estética: representar la plenitud a través de su misma negación. La industria cultural, al contrario, no sublima, reprime.
Al exponer siempre de nuevo el objeto de deseo, el seno en el jersey y el torso desnudo del héroe deportivo, no hace más que excitar el placer preliminar no sublimado que, por el hábito de la privación, ha quedado desde hace tiempo deformado y reducido a placer masoquista. No hay ninguna situación erótica en la que no vaya unida, a la alusión y la excitación, la advertencia precisa de que no se debe jamás y en ningún caso llegar a ese punto. El Hays Office no hace más que confirmar el ritual que la industria cultural ha instituido ya por su cuenta: el de Tántalo. Las obras de arte son ascéticas y sin pudor; la industria cultural es pornográfica y ñoña. Así, ella reduce el amor al romance; y de este modo, reducidas, se dejan pasar muchas cosas, incluso el libertinaje como especialidad corriente, en pequeñas dosis y con la etiqueta de «atrevido».
La producción en serie del sexo opera automaticamente su represión. La estrella de cine de ¡a que uno debería enamorarse es, en su ubicuidad, por principio una copia de sí mismo. Toda voz de tenor suena exactamente como un disco de Caruso, y los rostros de las chicas de Texas se asemejan ya, en su estado natural, a los modelos exitosos según los cuales serían clasificados en Hollywood.
La reproducción mecánica de lo bello, a la que sirve tanto más ineludiblemente la exaltación reaccionaria de la cultura en su sistemática idolatría de la individualidad, no deja ningún lugar a la inconsciente idolatría a cuyo cumplimiento estaba ligado lo bello. El triunfo sobre lo bello es realizado por el humor, por el placer que se experimenta en el mal ajeno, en cada privación que se cumple. Se ríe del hecho de que no hay nada de qué reírse.
La risa, reconciliada o terrible, acompaña siempre al momento en que se desvanece un miedo. Ella anuncia la liberación, ya sea del peligro físico, ya de las redes de la lógica. La risa reconciliada resuena como el eco de haber logrado escapar del poder; la terrible vence el miedo alineándose precisamente con las fuerzas que hay que temer. Es el eco del poder como fuerza ineluctable. La broma es un baño reconfortante. La industria de la diversión lo recomienda continuamente. En ella, la risa se convierte en instrumento de estafa a la felicidad. Los momentos de felicidad no la conocen; sólo las operetas y más tarde el cine presentan el sexo con risotadas. Baudelaire, en cambio, tiene tan poco humor como Hólderlin.
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En la falsa sociedad la risa ha invadido la felicidad como una lepra y la arrastra consigo a su indigna totalidad. Reírse de algo es siempre burlarse, y la vida, que, según Bergson, rompe en ella la corteza endurecida, es en realidad la irrupción de la barbarie, la autoafirmación que en todo encuentro social que se le ofrece se atreve a celebrar su liberación de todo escrúpulo.
El colectivo de los que ríen es una parodia de la verdadera humanidad. Son mónadas, cada una de las cuales se entrega al placer de estar dispuesta a todo a costa de todas las demás y con la mayoría trás de sí. En semejante falsa armonía ofrecen la caricatura de la solidaridad. Lo diabólico en la risa falsa radica justamente en el hecho de que ella parodia eficazmente incluso lo mejor: la reconciliación. El placer, en cambio, es severo: res severa verum gaudium.» In, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración - Fragmentos filosóficos, Valladolid, 1998, p.184-185
El colectivo de los que ríen es una parodia de la verdadera humanidad. Son mónadas, cada una de las cuales se entrega al placer de estar dispuesta a todo a costa de todas las demás y con la mayoría trás de sí. En semejante falsa armonía ofrecen la caricatura de la solidaridad. Lo diabólico en la risa falsa radica justamente en el hecho de que ella parodia eficazmente incluso lo mejor: la reconciliación. El placer, en cambio, es severo: res severa verum gaudium.» In, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración - Fragmentos filosóficos, Valladolid, 1998, p.184-185
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- Imagem: Acrópole, Atenas, Grécia
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